Aquella mañana, me desperté muy temprano o quizás no logré dormir, busque en mi armario algo que me cubriera del frío y tomé una sudadera que irónicamente mi madre me había regalado y que ese día estrenaría por primera vez…
Llegamos al lugar donde aguardaba su cuerpo inerte, frio. Nos informaron que debías esperar, porque se iba a llevar a cabo la cremación, tal y como ella lo había querido.
Mientras el tiempo transcurría, yo seguía con la mente en blanco, mi corazón estaba quebrado y sufriendo pero trataba de aparentar que podría soportarlo, pero mi mente no lograba asimilar la magnitud de lo sucedido. Es curioso, como ha pesar de los golpes de la vida y las cosas que vemos todos los días, jamás estamos preparados para la partida de un ser querido.
Transcurrido el tiempo necesario, me dieron la urna con las cenizas de mi madre. Nos dirigimos a lo que sería el lugar de reposo de aquella persona que me diera la vida y que fuera guía y luz de mi vida, nuestra casa. La poca gente que nos acompaño, poco a poco se empezó a ir, quedando finalmente mis hermanos y yo. La casa se sentía vacía, yo me senté en la sala y sin darme cuenta me sumergí en un pensamiento de tristeza y soledad, tocaron la puerta, recibí a una amiga que había ido a darme el pésame y como ya era algo tarde, me ofrecí a acompañarla a su casa, tome mis llaves y grite: “Ahorita regreso mami”….
En ese instante entendí que me había quedado sola…Mi madre estaba muerta.
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